La rápida propagación del COVID-19, el síndrome respiratorio severo y agudo (SARS-CoV-2, por sus siglas en inglés) ha provocado un efecto dominó sobre diversos aspectos de la vida humana y planetaria.
Este coronavirus ha acaparado la atención de la humanidad en los últimos meses, inundando los medios de comunicación. La respuesta de muchos gobiernos ha sido reducir la movilidad de las personas para confinarlas en sus casas, con consecuencias en la economía, la salud mental y el medio ambiente, las cuales solo podrán ser medidas en su justa dimensión en el futuro.
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Confinamiento = aire limpio
En particular, la pandemia de COVID-19 –la enfermedad ocasionada por este virus– ha causado a primera vista varios cambios positivos en el medio ambiente: hay un planeta más limpio y asilvestrado. El estancamiento de la actividad industrial y la reducción del tráfico aéreo y del tránsito vehicular han contribuido a que disminuya la concentración de algunos gases contaminantes de efecto invernadero, los cuales son responsables del acelerado cambio climático. Por ejemplo, los niveles de dióxido de nitrógeno (un compuesto químico que afecta el sistema respiratorio) bajaron entre 30 y 54 por ciento en París, Roma, el noreste de Estados Unidos y China.
Asimismo, se reportó que las concentraciones de dióxido de carbono disminuyeron en un 25 por ciento en este último país, lo que se traduce en una baja del seis por ciento a nivel mundial. Este descenso de la contaminación no sólo ayuda a mejorar la salud de las personas, sino que ha favorecido los cielos limpios en muchas ciudades –como Nueva Delhi, Sídney, Madrid y Los Ángeles–, lo que ha permitido ver de nuevo las estrellas, así como algunas bellezas del paisaje que estaban ocultas bajo una densa capa de esmog. Un ejemplo de esto es que se pudo admirar la cordillera del Himalaya desde puntos de la India localizados a 230 kilómetros de distancia, algo que no había sido posible desde finales de la Segunda Guerra Mundial, en 1945.
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La fauna reconquista espacios
Por otro lado, en tanto los humanos están confinados, la actividad de los animales silvestres ha ido en aumento. Como muestra, en Venecia, Italia, al reducirse el número de embarcaciones y recorridos turísticos en sus vías fluviales, el agua se tornó más cristalina, lo que favoreció que el movimiento de peces creciera y se observaran delfines y medusas en sus canales. Del mismo modo, la ausencia de turistas en las playas de Palawan, Filipinas, ha provocado que miles de medusas rosadas –conocidas como medusas tomate– se acerquen a la superficie.
Aunque los animales silvestres siempre han vivido muy cerca de las ciudades, con la ausencia de personas, éstos se animan a internarse más a los poblados. En Chicago, se vieron coyotes; en Santiago de Chile, un puma; en Madrid, pavorreales, y en zonas de Australia, canguros. En nuestro país, se han visto con mayor frecuencia osos negros, jabalíes y coyotes en Monterrey, así como pumas en ciertas partes de Yucatán.
Este retiro obligado de humanos también beneficia a otros seres vivos. Por ejemplo, es posible que la falta de actividad turística en Acapulco haya dejado mirar bioluminiscencia en el mar por primera vez en 60 años, un fenómeno espectacular ocasionado por microorganismos.
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El lado B de la ausencia humana
No obstante, no todo es miel sobre hojuelas. Desde que la COVID-19 interrumpió la actividad económica y social a nivel mundial, han disminuido los ingresos económicos, así como la vigilancia de áreas naturales protegidas en Asia y África. Esto está ligado al incremento de la caza furtiva de especies protegidas, como el tigre en la India o los rinocerontes en África. En Tixkokob, Yucatán, se reporta la cacería de pumas con el fin de vender sus pieles. Desde otra perspectiva, el aumento del desplazamiento de la fauna silvestre hacia las ciudades también puede tener consecuencias fatales para estos animales, debido principalmente a los atropellos, tal como ha ocurrido con los cacomixtles en la Ciudad de México y los coyotes en Monterrey.
El distanciamiento físico ha llevado a la suspensión de distintas reuniones globales de la agenda ambiental. Dichas asambleas tratan asuntos sobre el cambio climático y la crisis de la biodiversidad, y su cancelación no solo es preocupante por el retraso en la toma de decisiones, sino que también existe el riesgo de que los recursos disponibles para estos planes se vean comprometidos por las débiles situaciones económicas de muchos países ante el nuevo coronavirus.
En cierta medida, la COVID-19 representó un respiro para el planeta. Esta enfermedad parece simbolizar un botón de stop que tanto necesitaba el medio ambiente. Sin embargo, se espera que una vez que termine la pandemia y se reanuden todas las actividades, regresen las condiciones ambientales que prevalecían antes de la contingencia mundial, lo que incluye el voraz consumo de combustibles fósiles, un retorno a la demanda de petróleo, la indeseable vuelta de la contaminación atmosférica y una continuidad en el aceleramiento del efecto invernadero.
Desafortunadamente, al regresar a nuestro estilo de vida previo, los efectos positivos que ahora vemos sobre el medio ambiente desaparecerán en un abrir y cerrar de ojos, y es muy probable que sean los efectos negativos los que se mantengan a largo plazo hasta que la naturaleza nos dé otro coletazo.
El reto que tenemos es mantener nuestros ecosistemas naturales y su biodiversidad, de los cuales dependen nuestra salud y la calidad de vida tanto de quienes habitamos el planeta hoy como de quienes lo harán en el futuro.
*Paulina Corona-Tejeda es bióloga por la Facultad de Ciencias de UNAM y estudiante del posgrado en ciencias biológicas del Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad (UNAM).
**Zenón Cano-Santana es biólogo y doctor en Ecología por la UNAM. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias (UNAM).
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