El camino hacia la Casa Blanca nunca ha sido sencillo, pero para muchos la próxima elección presidencial en Estados Unidos podría ser incluso más trascendental que el parteaguas político que vimos en 2016. Sobre todo, tras la muerte de la jueza de la Corte Suprema estadounidense, Ruth Bader Ginsburg; lo que podría significar que ya no solo está en juego la presidencia, sino el futuro mismo de su país.
Todo esto se debe a que elegir a un mandatario para los estadounidenses, también significa escoger hacia qué lado se puede inclinar la balanza ideológica de la Corte Suprema: conservador o liberal. Sin embargo, no habían pasado ni 24 horas del fallecimiento de la jueza de corte liberal, cuando Donald Trump le declaró la guerra a los demócratas al asegurar que él se ocupará en llenar ese puesto en el máximo tribunal de la Unión Americana. Claro, con el apoyo del Senado, órgano encargado de ratificar cualquier nombramiento a la Corte y donde, por cierto, hay mayoría republicana.
Si se preguntan “y esto, ¿por qué importa?”. Porque tras la muerte de Ginsburg podría llegar alguien conservador, con lo que habría una mayoría de seis frente a tres liberales. Una Corte Suprema de mayoría moderada es un escenario que los republicanos habían buscado durante décadas, ya que con esto se redefinirían muchas de las leyes que hoy rigen su sociedad.
Podrían estar en juego las políticas migratorias que protegen a los Dreamers, el fallo que garantiza el derecho de la mujer al aborto, la continuidad del Obamacare y el control de armas, por nombrar solo algunas. Más allá de eso, la verdadera amenaza con un posible nombramiento de esta naturaleza sería la destrucción de un legado que traspasa las fronteras de Estados Unidos.
La historia de Ginsburg es la historia de la resistencia contra las instituciones patriarcales estadounidenses, lo que la convirtió en la fuente de inspiración para muchas generaciones alrededor del mundo.
Ginsburg nació en 1933, en el apogeo de la Gran Depresión, de padres judíos cuyas familias habían inmigrado de Europa. Su padre, Nathan Bader, era un peletero, y su madre, Celia Bader, murió cuando Ginsburg era una adolescente. Esto no le impidió convertirse, a finales de la década de 1950, en una de las nueve mujeres entre los más de 500 alumnos varones de la facultad de derecho de Harvard.
Como estudiante, como abogada y como magistrada, su voz se fue formando en la disidencia. Aunque siempre se caracterizó por su aspecto frágil y tono de voz tenue, Ginsburg ayudó a construir el cuerpo legal de los avances feministas de las últimas tres décadas a golpe de sentencias. Su determinación fue tal, que poco a poco se fue posicionando como una de las pioneras de la lucha por la igualdad y los derechos civiles, tanto para mujeres como para los hombres.
Incluso llegó a convertirse en ícono pop a raíz del protagonismo de sus opiniones en la corte y de su estilo. Así es, hasta en el mundo de la moda será recordada por el llamado “collar de la disidencia”, que era básicamente un cuello muy llamativo que utilizaba para contrastar con su toga negra cuando sabía que iba a oponerse a la mayoría de sus colegas en sus opiniones. Surgieron libros y documentales e incluso comenzaron a llamarla “Notorious R.B.G.”, en un guiño al rapero Notorious B.I.G.
No obstante, no fue hasta que llegó la ola feminista del movimiento #MeToo que la fiebre por la jueza Ginsburg se intensificó. Fue considerada una de las disidentes más importantes de las últimas décadas, pero sobre todo bajo la administración Trump. Hoy, su imagen es proyectada en la fachada del edificio de la Corte Suprema del Estado de Nueva York con la frase Rest in Power (“Descanse en poder”). Su muerte llenó los titulares en todo el mundo, mientras miles llenaban de flores las escalinatas de la corte.
Su voz hará más falta que nunca en momentos donde el movimiento feminista ha despertado, pero persiste una escasez global de mujeres como autoridades jurídicas. Según datos del Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), las magistradas en las cortes internacionales representan apenas el 17%. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (IDH) recibió a la primera jueza en 2016. Y en América Latina, apenas 30% de las cortes superiores o supremas son ocupadas por mujeres.
Quizás muchos consideran que el género no debería importar como impartidor de justicia. Sin embargo, la realidad es que aún nos queda un largo camino por recorrer para llegar a ese punto. Y una gran cantidad de los estancamientos jurídicos en los actuales debates sobre violencia contra las mujeres o derechos sexuales, deben ser examinados bajo la perspectiva de género. Ginsburg es prueba de la importancia de esta labor.
Aquellos que ahora buscan deshacer el trabajo de la jueza, forzando el nombramiento de una persona de ideología conservadora para la Corte Suprema en vísperas de la elección, se han olvidado de cualquier noción de ética. Aunque Trump agradezca que los reflectores estén enfocados en el máximo tribunal y no en su gestión del coronavirus –que ha dejado más de 200 mil muertos–, el primer debate presidencial está a la vuelta de la esquina. Y ahí difícilmente podrá seguir desviando la atención.