Cuando los periodistas le preguntaban al artista oaxaqueño Francisco Toledo ¿Qué quiso decir con tal o cual obra?, él solo se limitaba a responder: “No lo sé, tendrá que llevarme al psiquiatra para que le responda”.
Como hombre de pocas palabras, era claro que su lenguaje era el visual y su pensamiento viajaba en forma de imagen, de la cabeza al material, que con frecuencia él mismo confeccionaba, para crear la obra de arte. Quizá porque su lengua materna era el zapoteco, nunca se sintió del todo cómodo hablando español con la prensa, a la que manejaba con magistral vehemencia, pues si algo andaba mal socialmente en Juchitán o en Oaxaca, era indispensable recurrir a Toledo.
/ ESPECIAL/Notimex via AFP
Además, no le importaba que lo criticaran y en su comunidad le querían por ser solidario con las luchas que eternamente han sido importantes en este país.
Toledo, quien el 17 de julio cumpliría 82 años y que abandonó el mundo hace tres años, en 2019, víctima de un cáncer que guardó en secreto, recuperó en la contemporaneidad una función fundamental del trabajo del artista: El arte como herramienta de transformación social, herramienta de protesta y de activismo en completa libertad de expresión.
No por nada una de las imágenes del maestro más recordadas por el imaginario colectivo, es la de él volando papalotes con los rostros de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa.
Se le recuerda por el papel predominante que jugó en la reconstrucción de Juchitán a raíz de los sismos en 2017, respetando la tradición de construcción vernácula; y su participación en las luchas ecologistas locales.
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Francisco Toledo se mantuvo invariablemente ligado a sus raíces culturales, y sin perderlas, se colocó en la esfera internacional como un artista universal, representativo del arte oaxaqueño y mexicano.
Especialmente, Toledo tenía una gran capacidad de encontrar la belleza en algunas escenas que no la expresan de una manera fácil; por ejemplo, los animales que representaba no eran los animales más estéticos, sino los más oscuros como las serpientes, las cigarras, las iguanas, los sapos, los armadillos, los cocodrilos, los pulpos y los monos. A ellos, Toledo los exploraba y los reivindicaba a través de su gráfica. Los plasmaba con una hermosura particular, aquella que posee lo sombrío.
Pero, además, para el maestro siempre fue importante retratar la cosmovisión oaxaqueña, el imaginario de un lugar sumamente exuberante, misterioso y envuelto entre la fantasía y la realidad con matices muy fuertes de lo orgánico y lo natural. Algunas de sus obras se recuerdan por el alto contenido sexual y matices de pesadilla. Todo esto, Toledo lo lograba por medio de una cromática con colores terracota y cálidos, que lo hicieron tan peculiar ante los sentidos de los espectadores.
No es casual, por ejemplo, que Toledo fuera el artista idóneo para ilustrar ediciones de los bestiarios de Borges y José Emilio Pacheco o los exvotos literarios de Carlos Monsiváis.
Foto: D.R. © Jorge Vértiz, en Jorge Luis Borges, Francisco Toledo. Zoología fantástica. Artes de México/Galería Arvil, Mexico: 2013
Francisco Toledo poseía un carácter rebelde, fuerte y que se mantuvo fiel a su espíritu, a sus orígenes y raíces, hasta el final, aunque a veces decía estar cansado de su personaje.
El viaje a sí mismo: Toledo en París
Toledo nació en la Ciudad de México, pero creció su primera infancia en la tierra de sus padres, Juchitán.
A los diecisiete años vuelve a la Ciudad de México. La señora que le daba de comer en ese entonces, decía que era “raro”, ya que escogía la comida por colores y dibujaba, aunque él confesaba que en realidad había descubierto nuevos sabores en la capital y por eso separaba la comida. Eso llamó la atención del pintor Roberto Donís, quien lo lleva con Antonio Souza, promotor de artistas jóvenes. Souza se convirtió en su galerista y organizó sus primeras dos exposiciones individuales. Con el dinero de las ventas, en 1960 Toledo se fue a París.
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A Antonio Souza debemos, en cierta medida, el legado de Toledo, pues él fue quien le dio su nombre artístico y empezó a llamarlo como todos lo conocemos. El nombre de completo de Toledo en realidad era Francisco Benjamín López Toledo.
En París, Toledo recibió el apoyo del escritor Octavio Paz , quien fungía como consejero cultural de la embajada de México en Francia y el de Rufino Tamayo quien le ayudó a vender cuadros, lo que le permitió quedarse por 4 años en la Ciudad Luz, en lugar de un par de semanas, como él lo tenía planeado.
En París, Toledo se encontró con la obra de artistas como Paul Klee, Joan Miró y Pablo Picasso . Descubrió, en el Museo del Hombre, el arte primitivo australiano, polinesio y africano, tan admirados por los artistas de las vanguardias y presente en sus influencias.
Es en esta época conoció a Bona Tibertelli, amante durante 10 años del poeta Octavio Paz. Simultáneamente, esposa del escritor y famoso crítico literario francés André Pieyre de Mandiargues, quien apoyó a Paz a ser publicado en París.
Ella dejó a Paz, a punto de casarse con él por el pintor, de 20 años. Traición que Octavio Paz nunca perdonó y que fue reseñada por Piyere en una carta donde escribió a su amigo Paulhan: ”Ya sabrá usted, probablemente, que Bona ha cambiado de mexicano. Ha prescindido de Octavio con una prontitud que hasta a mí me sorprende. Se fue a Mallorca con un muy joven pintor, indio puro de esa región del Istmo en la que aún reina el matriarcado… Ha dejado, a Paz por otro mexicano, esta vez uno de pura sangre indígena”.
Más tarde, Toledo se casó con la traductora y socióloga Elisa Ramírez Castañeda madre de Jerónimo alias “Dr. Lakra”, la poeta Natalia y a la fotógrafa Laureana Toledo.
Su última esposa fue la artista danesa Trine Ellitsgaard con quien procreó a Benjamín y Sara López.
Ellitsgaard y su familia son los guardianes del legado de Francisco Toledo en México, entre ellos importantes instituciones oaxaqueñas como el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO) y el Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo.
/ JALIL OLMEDO/AFP
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Legado, Materia y Textura
Toledo trabajaba en cuclillas o sentado en el suelo. Creaba a partir de la naturaleza. Lo mismo intervino un caparazón de tortuga que incorporó a sus obras semillas de jacaranda, huevos de avestruz, piedras, cáscaras de pistaches, jícaras o guajes, hilos de cobre, azúcar, mica, fieltro, radiografías, papel de fibras naturales, petate y piel de iguana azúl.
A través de los tintes y colorantes naturales logró su particular estilo que tiene lazos concomitantes con el arte popular. Pintaba diferentes técnicas, collage, encáustica, fresco, acuarela y gouache; cerámica; tapiz y modelado. El grabado, probablemente haya sido su técnica más difundida.
En sus propias palabras, los papalotes que tanto le gustaban, tienen que ver con la costumbre al sur de México, de que “cuando llega el Día de Muertos se vuelan papalotes porque se cree que las almas bajan por el hilo y llegan a tierra para comer las ofrendas; luego, al terminar la fiesta, vuelven a volar”.
En el mercado del arte, las obras de Toledo son bien socorridas por coleccionistas consagrados y también por nuevos coleccionistas, que saben que su trabajo es garantía de inversión. Actualmente su familia ha dejado de certificar obras, pues al parecer hay algunos cabos sueltos en la herencia de sus derechos de autor, aunque Francisco Toledo ha sido uno de los artistas que mejor ha cuidado su legado
De hecho el artista oaxaqueño, entregó el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca junto con una colección de más de 181 mil obras, al Instituto Nacional de Bellas Artes a cambio de un peso.
El acto se realizó en 2015 en las instalaciones del IAGO, donde el artista firmó los documentos que avalaron la entrega de la colección.
*Kristina Velfu es periodista cultural, especializada en el mercado y difusión del arte y la cultura. @Velfu
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