¿Quién en este mundo no se ha enamorado alguna vez en su vida? Habrá pocas personas que respondan negativamente la pregunta anterior y es que el amor ―no cabe duda― es uno de los sentimientos más imponentes que puede albergar nuestra alma. No por nada se dice que amar a alguien es robarle un pedazo de eternidad al tiempo, muestra de ello son los libros que dejamos a continuación y que perviven en nuestra época precisamente por la forma en que sus autores lograron hacer inmortales a las musas a quienes amaron.
La divina comedia
Pocas obras barrocas tienen tanta vigencia y son tan recurridas como ésta. Sobre sus protagonistas se ha creado un halo mítico referente tanto a su biografía, como a la forma en que se encuentran retratados alegóricamente en el camino que va del Infierno al Paraíso. Idealizada por el autor como la personificación máxima de la pureza celestial, se dice que Dante vio una sola vez a Beatriz Portinari, único amor de su vida y a la cual —aunque esto no se sabe con certeza— nunca dirigió la palabra. No obstante, su visión bastó para que como solo puede hacer un verdadero poeta, el florentino iniciara su inspirada obra con los siguientes versos, en los que la desdicha ante la inminencia del Infierno lo hace lamentarse de la siguiente manera: “En medio del camino de la vida, errante me encontré por selva oscura, en que la recta vía era perdida”. Sin embargo, ante este amargo panorama y luego de un trayecto difícil lleno de terrores, tristezas y lamentos, puede finalmente encontrarse con su amada, a quien le suplica: “Beatriz, guíame hacia el Paraíso, ya que Virgilio ya cumplió su misión” y más adelante, libre de pecado, en mutua comunión con ella, afirma que: “Nuestro amor no es terrenal, porque este sentimiento es tan inmenso que no lo supera el amor de Dios por la humanidad”. Con las líneas anteriores nos queda claro que amar a alguien, si bien metafóricamente, nos hace estar más cerca de lo Divino que cualquier otra cosa en el mundo.
La crucifixión rosada
Compuesta por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1959), esta trilogía es un sentido homenaje a Juliet Edith Smerth, quien una vez casada con Henry Miller adoptó para la posteridad el nombre de June Miller. Pareja inmortal, ambos se conocieron en un salón de baile en la que ella trabajaba como lo que coloquialmente conocemos en México como “fichera”. Aunque el mismo autor narra en estos libros las constantes infidelidades por parte de ambos, reconoce en todo momento que June fue el verdadero aliciente por el que se pudo convertir en escritor, pues era la única que creía en él como no lo había hecho nadie en su vida. De hecho, parte de que ella se viera con otros hombres era para poder contar con unos cuantos dólares y así cubrir los gastos del día a día para que él escribiera desahogadamente, trato que nunca prosperó. Al final, debido a que ella tenía un amante al que no quería dejar de frecuentar, juntó el importe necesario para que él se fuera a París y cumplir así su sueño, con la consabida promesa de alcanzarlo más adelante. Cruel separación, volvieron a verse años después a propósito de la publicación de Trópico de cáncer (1934), primer libro de Miller, pero nunca más pudieron estar juntos… Salvo en las letras, en las que aún ahora viven apasionadamente.
El gran Gatsby
Con un epígrafe más que directo ―“Para Zelda una vez más”― no cabe duda que la única mujer para Francis Scott Fitzgerald fue su primera esposa, de la que tuvo que separarse dolorosamente, ya que al presentar serios trastornos mentales conforme su edad avanzaba, no hubo más remedio que internarla en un sanatorio concluyendo así un intenso amor que los llevó a viajar por el mundo entero. Alcohólico, depresivo, talentoso, el autor mejor pagado de Estados Unidos dijo alguna vez con cierta soberbia ―quizá sin saber que podía referirse a sí mismo―: “Muéstrame a un héroe y yo te daré una tragedia”. Aunque Suave es la noche (1934) se considera su obra cumbre, es en El gran Gatsby (1925) que vemos simbólicamente aquella lucha que él mismo tuvo que lidiar para conquistar a Zelda, hija de buena familia que lo rechazó al principio al considerar que nunca tendría éxito como autor. De hecho, no fue hasta después de publicar A este lado del paraíso (1920), primera novela con la que ganó éxito y prestigio ―además de una efímera fortuna económica― que aceptó casarse con él. Hacia 1948, ocho años después del fallecimiento de su devoto amante, Zelda haría lo propio de una forma trágica en el sanatorio donde estaba recluida, pues el lugar se incendió mientras ella esperaba ser atendida para recibir una terapia de electroshock. El resto es historia.