Cuando me dijeron que había un Día Internacional del Hombre me pareció una impertinencia. Me pareció una ridícula reacción a los 8 de marzo que cada año nos interpelan más. Cada 8 de marzo escuchamos un clamor de mujeres en el que resuena la legítima petición de una igualdad sustantiva y los gritos desesperados de quienes siguen viviendo bajo la férula de una masculinidad violenta y tóxica.
He cambiado de opinión. Hoy encuentro que, bien visto, el que haya un Día Internacional del Hombre es una magnífica oportunidad para hacer un alto. Una parada para percatarnos de las externalidades que generamos por nuestra masculinidad.
Ser hombre implica muchas cosas. Serlo es ya toda una aventura. Es también una definición de expectativas creadas por los estereotipos y una enorme inseguridad por no lograrlas. El varón suele transferir al entorno en el que vive un costo alto de su masculinidad vapuleada o abollada. Esa distancia entre lo que nos dijeron que debíamos ser (según la famosa trinidad de las abuelas: feos, fuertes y formales) y lo conseguido. Buena parte sólo hemos logrado, con rotundidad, el ser feos; en muchos pliegues de la vida no somos ni fuertes, ni formales. Claramente vivimos atormentados por esa distancia entre lo que se espera de nosotros y lo que realmente somos.
En la locura de proyectar fortaleza somos menos proclives que las mujeres a la medicina preventiva, menos asiduos a las pruebas y todo tipo de exámenes, como si creyéramos que algo de la sustancia divina forma parte de nuestra naturaleza. Tenemos, además de los patrones culturales impuestos para esculpir la imagen del hombre que no se dobla, otra faceta ineludible, la biológica.
Esa asimetría nos hace particularmente incómodos, incluso molestos. El desarrollo de nuestras hormonas nos hace impulsivos y violentos, a veces hasta extremos preocupantes. Si vives en un condominio, ruega a Dios que tu vecino tenga niñas. La necesidad de afirmación en los adolescentes, a través de mecanismos agresivos, no es algo que puedan borrar de cuajo las instituciones religiosas o culturales, ni siquiera un sistema educativo que promueva valores positivos de una nueva masculinidad. Hay un potencial de violencia que explica que entre muchachos de 14 y 29 años se contabilice el mayor número de accidentes y homicidios. Hay algo de vivir peligrosamente que el joven requiere, como un impulso sexual.
Claramente vivimos atormentados por esa distancia entre lo que se espera de nosotros y lo que realmente somos.
Ahí también encontramos otra asimetría que nos convierte en seres particularmente torpes, inconscientes del potencial daño que generamos en nuestro entorno. Ya hablaba de la violencia, que no es igual entre varones y mujeres, pero también está el impulso sexual que es asimétrico y debe ser domesticado con mayor imperio para el hombre. La gratificación sexual masculina es inmediata y generalmente poco culposa y, por tanto, descuidada de la violencia que implica. Si a un joven de 18 años su profesora de geografía le propone algún encuentro sexual, lo más probable es que si lo consuma, se sienta recompensado y orondo. En todo caso, no habrá la violencia implícita que supone el caso contrario: un cuarentón proponiendo sexo a una joven de 18. Sé que muchos puristas no aceptarán eso y dirán que la simetría entre sexos es perfecta, pero conozco a pocos a quienes les hayan propuesto alguna gratificación sexual, inmediata y fugaz, que vivan atormentados el resto de su vida, como sí ocurre con las mujeres a las que un acto de violencia sexual puede marcar negativamente sus vidas.
Cuando era niño, como muchos en mi generación, fui a una escuela de varones. Me preguntaba, cuando iba uniformado con un marcial saco rojo (color cazador) a la primera clase: ¿por qué no había tenido la fortuna de ser niña? Su universo me parecía mucho más delicado y hospitalario, más solidario y acogedor. El masculino tenía códigos de horda, de banda de depredadores. Mi razonamiento era el de un infante, aún no había descubierto que el mundo es maravillosamente mixto.
Descubrí que ser hombre implicaba muchos costos que, por supuesto, no enumeraré en la brevedad de estas páginas, porque no se trata de mi autobiografía, sino de lo que significa ser hombre en un día tan señalado como el 19 de noviembre. El papel de hombre suponía que la sensación de abandono y de ruptura que implicaba acudir a un lugar donde presuponías que ibas a encontrarte con cafres desalmados, te lo tenías que comer tú solo; sin mostrar el mínimo atisbo de debilidad: eres un hombre, además yo era el mayor de mis hermanos e hijo y nieto de señores que entendían perfectamente lo que ser hombre significaba. Tampoco esperaba calidez y cercanía por parte de prefectos severos que te revisaban el corte de pelo como si fueses un recluta. A mí me tocaron tiempos en los que todos soñamos tener una melenita estilo Osmond y la escuela nos recordaba que lo que quisiéramos era irrelevante, la disciplina templaba el carácter. Eran otros tiempos y había que apechugar.
Después, cuando te habitúas a ese ecosistema, descubres que la afectividad masculina está envuelta en muchas capas y que por un mecanismo de ocultamiento forzado empiezas a vivir con ella, como cuando pagas un peaje en la autopista. Pero mientras aprendes esto puedes ser un ser particularmente duro, porque eso te han dicho que es ser hombre.
*Leonardo Curzio es un comunicador, académico y analista político mexicano, doctor en Geografía e Historia e investigador del CISAN. Síguelo en
@LeonardoCurzio
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