Nuestra experiencia del amor tiene lugar entre lo biológico, lo social y lo cultural. El amor según los neurobiólogos tiene una base química, y lo que funciona químicamente suele tener una función biológica o evolutiva. La neurobiología dice que el amor es un impulso, una motivación.
En la naturaleza también existe el impulso amoroso, que tiene una función reproductora, pero en general no implica estar juntos de por vida. En cambio, los seres humanos occidentales sí creemos en general en el amor para siempre –está en nuestro ADN cultural–. Cuando nos enamoramos de verdad queremos y confiamos –tenemos ya la idea a priori– que sea para siempre.
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Es de celebrar con entusiasmo la sensación potente y sublimadora del enamoramiento –existen pocas experiencias similares–, pero hay que entender que es un proceso bioquímico que suele desaparecer al cabo de unos dieciocho meses. ¿Y después? Como resulta que queremos mantener el amor para siempre, que no tiene la misma lógica de la pasión amorosa, deberíamos comprender los mecanismos que sostienen las relaciones duraderas.
Casarse y lanzar una moneda al aire
Al parecer no los comprendemos. Las tasas de divorcio en Europa y Estados Unidos son tremendamente altas. En Estados Unidos y la Unión Europea, los divorcios frente a los matrimonios están en una proporción muy próxima al 50%. Se puede decir que predecir el éxito de una pareja en Occidente es como adivinar cara al lanzar una moneda. Si se piensa que eso está condicionado por el formato de matrimonio, se acierta: los datos disponibles sobre cohabitaciones son peores.
Eso plantea una cuestión fundamental sobre la validez del modelo estandarizado de pareja en que creemos, que tiene evidentes implicaciones para la salud y la economía, no sólo de los individuos sino de la propia sociedad. Si pensamos en nuestra sociedad como una organización productora de un formato de relación diádica llamado matrimonio –o pareja estable–, con una tasa de fallo del 50% hace tiempo que habría quebrado en un mercado competitivo.
Un punto de partida razonable es pensar que tantas rupturas no se deben a una multiplicidad de causas, sino que quizá hay un mecanismo general que subyace detrás del fracaso de las parejas. A fin de cuentas somos todos mucho más parecidos de lo que creemos –obedecemos los mismos principios psicológicos, cognitivos y conductuales, y nos desenvolvemos en el mismo entorno socio-cultural–.
¿Cuánto trabajo requiere el amor?
Hay un principio general en la psicología del amor: para mantener una relación viva y sana es necesario aportar energía a la relación. Esto parece un lugar común, de acuerdo: con el amor no basta, es necesario poner esfuerzo.
Bien, hace falta esfuerzo, pero ¿cuánto? ¿Cuánto esfuerzo es necesario para mantener una pareja feliz y duradera? Visto así, el diseño de una vida feliz en común es un proyecto de ingeniería sentimental: se trataría de estimar el coste en forma de esfuerzo de un proyecto sostenible en términos emocionales.
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En efecto, el proyecto se puede formular como un problema matemático, de ingeniería de control óptimo. Bajo hipótesis naturales de la psicología humana, el análisis del modelo revela que a una pareja ideal le resultará muy difícil mantener una relación exclusiva para siempre basada en el amor, porque el coste del proyecto es más alto del que a priori están dispuestos a realizar.
Es decir, el análisis sugiere que las parejas tienen que afrontar un gap o brecha de esfuerzo: independientemente de cuál sea nivel su esfuerzo preferido, el nivel requerido para conseguir una relación de éxito es superior. Además, resulta que la dinámica de esfuerzo no es resiliente, de modo que cuando se relaja el esfuerzo requerido –debido al gap de esfuerzo– la inercia es a relajarlo más, hasta niveles que no consiguen que la relación sea viable con el tiempo.
Ese mecanismo refuerza la idea de que el modelo estándar de relación –la relación para siempre basada en el amor– típicamente no funciona. Es más bien una utopía –difícilmente realizable– que quizá debería ser revisada.
Buscando soluciones
Aunque hay un interés social incipiente en la no monogamia y el poliamor, parece que en todos los segmentos de edad la mayoría de los individuos siguen creyendo en la monogamia. Sin salir de este formato, entonces, se trataría de corregir nuestro modelo estandarizado de pareja ideal.
Siempre está la posibilidad de aceptar el hecho de que una relación quizá tiene una vida natural –nace, crece, evoluciona y se acaba desinflando– y vivir las rupturas sin amargura, como un proceso natural de maduración. Pero no parece la opción más prometedora.
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Otra posibilidad consiste en rebajar las expectativas de lo que una pareja debe proporcionar. La lista de necesidades y aspiraciones que la otra persona debe procurar resulta, a menudo, muy exigente: amante, amiga, compañera, confidente, cómplice, ayudante, acompañante, animadora,… Parece necesario disminuir tanta demanda, sin que eso suponga una disminución de bienestar. ¿Es posible?
Hay ya amplia evidencia de que las relaciones sociales están asociadas a una vida más sana, larga y satisfactoria. Las relaciones sociales nos hacen más felices. Si se aligera peso de lo que uno espera de su pareja y se traslada a otras personas de su red social, se debería mejorar el bienestar de la pareja y de sus miembros.
Se trata de que ser más modesto en los requerimientos que debe satisfacer la pareja y externalizar –usando un término empresarial– otras necesidades o aspiraciones. De ese modo, se mejora el bienestar emocional (y físico) de cada persona y, además, se disminuye la presión sobre la pareja, se alivia el esfuerzo de sostener la relación y se mejora su expectativa de éxito.
Es lo que se denomina en ciencias sociales una mejora de Pareto, una corrección en que mejoran todas las partes.
Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation, lee el original AQUÍ .
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